Las lecciones de Fukushima

Las lecciones de Fukushima

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Manuel Pérez, director del Ciesol

Resulta difícil sustraerse a la posición ventajista que el desastre de la central nuclear de Fukushima está proporcionando a las energías renovables en el aún inconcluso debate sobre cuáles deben ser las fuentes primarias que sustenten el desarrollo futuro de la Humanidad y, por ende, de nuestro país y de nuestro entorno más cercano. Con todo, el cataclismo tecnológico, aún por dilucidar a tenor de lo inestable de la situación (escribo esto a finales de marzo…), y el cataclismo mediático sobrevenido, no deben de enmascarar el origen del problema que no es otro que la asunción de un modelo de gestión y explotación de recursos, en este caso energéticos, orientado de forma exclusiva a la demanda y justificado, aun habiéndose constatado fehacientemente la existencia de riesgos y disfuncionalidades de gran calado, por el mantenimiento de los estándares socioeconómicos de los países del primer mundo alcanzados gracias a las fuentes fósiles y al uranio. Si a lo anterior se añade la volatilidad de los criterios políticos que determinan estrategias y, lo que es peor, los proyectos y las inversiones, la mezcla resulta, y perdónenme por la más que inoportuna referencia, explosiva.

El mundo actual, tan inmediato y globalizado como se nos pretende hacer ver, nos permite asistir a bandazos en este sentido como el del gobierno alemán, no por evidente menos sintomático de que la fundamentación de las grandes decisiones en este ámbito no tienen por qué ser estrictamente técnicas. En España también tenemos algunos ejemplos, recientes y no tan recientes, de este tipo de influencias en decisiones políticas y estratégicas en el sector energético. El ejemplo más lejano en el tiempo, pero como veremos de gran influencia en la situación actual,  es la apuesta que en su día hicieron los gobiernos del Partido Popular por las centrales de ciclo combinado provocada por su indecisión sobre el tema nuclear a pasar de la cancelación en 1997 de la moratoria de construcción de nuevas plantas que había establecido Felipe González  en los años 80. Esta decisión, a su vez, también se había justificado en términos de presión de los grupos ecologistas (atentados inclusive) y la reacción al incidente de la central de Three Mile Island, aunque también es cierto que contenía un soterrado ajuste de un sobredimensionado programa inicial de implantación de reactores cuyo coste, al igual que el del actual déficit tarifario, se cargó en el debe de los usuarios finales.

Otro ejemplo de decisiones condicionadas en el tema energético, en este caso más reciente y de gran repercusión en proyectos y empresas, es el parón y marcha atrás del inicial impulso a las energías renovables del actual gobierno socialista. En este caso las motivaciones aducidas para el cambio de estrategia son de tipo presupuestario, aunque las mismas han sido fuertemente cuestionadas por los afectados, inversores y empresas con proyectos de gran envergadura en todo el territorio nacional, cuyas opiniones sobre la seriedad de los programas de promoción de las energías renovables españoles es mejor no reproducir (aunque en el caso de la fotovoltaica ya está ahí el caso italiano para relativizar el impacto de las medidas de ajuste).

Por cierto, es interesante plantear en este punto que son precisamente las centrales de ciclo combinado, y no las nucleares, con plantas ejecutadas recientemente, y por lo tanto en periodo de pago con un mercado de compra de gas a futuro las más perjudicadas por el incremento del parque renovable en el mix eléctrico nacional ya que el carácter gestionable de este tipo de centrales las obliga a ceder paso a las aportaciones de tipo eólico, preponderantemente, y solar, en menor medida, limitando los ingresos de las empresas propietarias de dichas plantas.

En este repaso histórico de las influencias políticas en el ámbito de la energía y a modo de ejemplo de la siempre bien intencionada costumbre española de tener un corpus legislativo lo más prolijo y completo en todos los temas, hay que recordar que en los años ochenta se publicó en el BOE la denominada «Ley de Conservación de la Energía» que bien podría haber utilizado otro encabezamiento y no plagiar el de un principio natural tan relevante como el recogido en la primera ley de la Termodinámica. A pesar del carácter anecdótico del nombre de esta ley, de diciembre de 1980, sorprende que la misma ya incluyera objetivos tan vigentes como «optimizar los rendimientos de los procesos de transformación de la energía, inherentes a sistemas productivos o de consumo, potenciar la adopción de fuentes de energía renovables, reduciendo en lo posible el consumo de hidrocarburos y en general la dependencia exterior de combustibles, promover la utilización de energías residuales de procesos industriales, reducir las pérdidas, gastos e inversiones en transportes de energía y analizar y controlar el desarrollo de proyectos de creación de plantas industriales de gran consumo de energía, según criterios de rentabilidad energética a nivel nacional». Pocos comentarios pueden hacerse cuando los textos legislativos que se publican 30 años después siguen incluyendo frases prácticamente idénticas.

Volviendo en cualquier caso a la cuestión nuclear, desde mi punto de vista no se trata desgraciadamente ni del clásico «¿Nuclear? No gracias» ni del «¿Nuclear? Tal vez» con el que titulaba un editorial El País hace un par de años. Se trata más bien de poner orden en el estatus quo existente en el que por un lado la energía nuclear se plantea como una opción muy eficiente en el cumplimiento de su función en términos operativos y medioambientales, especialmente en el entorno de crecimiento de consumo y gestión de demanda centralizable en el que se desarrolla nuestra sociedad, pero por otro lado presenta unos niveles de riesgo y externalidades que, desde mi punto de vista, son difícilmente aceptables. Este status quo, sobre el que existen varios escenarios de actuación a tenor de las circunstancias que se deriven de las decisiones que se tomen a partir de la experiencia de Japón, ya ha dejado por ejemplo, además de los cientos de toneladas de residuos de alta y media actividad generados en los últimos 50 años, dos plantas silentes (Chernóbil y la propia Fukushima) cuya neutralización desgraciadamente no se va a alcanzar hasta bien avanzado este recién inaugurado siglo XXI.

Pero aun admitiendo todo lo anterior como lecciones a aprender y admitiendo la existencia de tecnologías de centrales más seguras y fiables que las actuales, la opción nuclear no debería de tener, en mi opinión, el peso que se le ha intentado dar en los últimos meses desde distintos ámbitos políticos e industriales. A fin de cuentas, como se ha dicho anteriormente, en un mercado caracterizado por la demanda energética establecida en los términos actuales, la implantación de nuevas centrales o el alargamiento de la vida de las existentes (un negocio redondo por cierto para unas instalaciones ya amortizadas) no hace sino confirmar un modelo no sostenible de explotación de los recursos que más tarde o más temprano, vía incidentes improbables pero posibles como en el que nos encontramos inmersos o vía el inexorable agotamiento de los propios recursos, deberá ser sustituido por otro modelo basado en las fuentes renovables, en el que España, por primera vez en su historia, tiene un alto potencial de posicionamiento tecnológico a nivel mundial.

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