Zaguán y Alento, las matemáticas hechas baile

Zaguán y Alento, las matemáticas hechas baile

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El Ballet Nacional llenó de color el Maestro Padilla.
El Ballet Nacional llenó de color el Maestro Padilla.

Crónica por Melanie Lupiáñez.

37 figuras en el escenario, encaradas, al unísono, en resonancia al compás de la guitarra un frenético zapateao hizo vibrar, este domingo, las tablas del auditorio Maestro Padilla de Almería. El Ballet Nacional de España, embajadores de la danza española dentro y fuera de nuestro país, la representación de las matemáticas hechas baile.

Zaguán y Alento es un espectáculo clásico, que entra fácil y gusta al menos entendido. Palos rápidos y alegres: bulerías, alegrías de Córdoba, tangos, seguirillas… compuestas por Jesús Torres y Fernando Egozcue, interpretada por el propio Egózcue y la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid (ORCAM). Encarnadas con gracia, descaro, arrojo, sensualidad, brío, fuerza… con todo lo que ser flamenco implica.

El público almeriense no jaleaba, pero aplaudió al primer careo entre el bailaor, Juan Pedro Delgado, y la bailaora, Sara Arévalo. Ella, enérgica movía la bata de cola y la cabeza con bravura de manera que en aquel hilado moño, donde se alzaba la peineta no tuvo más remedio que ceder el complemento a los arrebatadores movimientos de la artista. Cada uno bailaba en su propio espacio, el juego de la conquista, ella altanera y él galante, aunque desafiante, trataba de impresionarla. Cuando rozó su cintura bailaron el uno para el otro, un acercamiento tan íntimo que de haber acabado en beso habrían dicho: “siempre nos quedará París”.

A través del vestuario de Yaiza Pinillos (Zaguán) y Teresa Helbig (Alento) conseguían viajar en el tiempo, así hacia la mitad del espectáculo es escenario se llenó de mujeres morenas, como las que Julio Romero de Torres pintaba, con el fatal temperamento de la Carmen de Prosper Mérimée. Como el barrio de Triana en un mes de abril de finales del siglo XIX, lleno de luz, color y mujeres vivarachas.

Aunque también hubo tiempo para el cante hondo, para llegar a lo más profundo de las entrañas, el negro inundaba la sala solo un foco de luz sobre la soledad de la bailaora y los flecos negros que colgaban de su gran mantón de manila. El cantaor se acercó y con sentimiento le cantaba aquella soleá que rasgaba el alma, solo la voz y la guitarra, en una introducción donde la percusión estaba muda, hasta que un leve y enérgico zapateao que fue in crescendo cautivó los sentidos de los espectadores.

Flamenco con mayúsculas cuando dispusieron un corro por bulerías a semejanza de las fiestas gitanas en la madrugada con las hogueras que iluminan y calientan, Mariano Bernal fue la leña de aquel fuego, poco habitual ver a un bailaor tan alto moverse con esa gracilidad.

La iluminación guiaba las escenas y se tornaba rayo de luz que se cuela por una ventaba, dibujando los barrotes de la reja en el suelo donde la compañía interpretaba con entrega las coreografías, todos como uno solo y singulares en sí mismos, con cada gesto de su cara se podía sentir su pasión por el baile. O iluminaba todo el zaguán como en una clara mañana de primavera.

Y el último aplauso se hizo, se bajó el telón y terminó una hora de flamenco, vivida como un instante.

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