Almería es una tierra acostumbrada a reinventarse a sí misma. Esta disposición puede ser valorada positiva y negativamente. Manifiesta, de un lado, una plausible capacidad de reconstruirse sobre sus cenizas, y así lo hizo tras la profunda depresión económica y social que entre 1920 y 1960 extendería las consecuencias del hundimiento de un modelo de desarrollo basado en la exportación de materias primas minerales (plomo, hierro) y en el despliegue de la primera agricultura de exportación (la uva).
Las semillas del milagro agrícola almeriense, del desarrollo del turismo y de la renovación de la industria del mármol, fructificarían con inusitado vigor y sostendrían desde entonces uno de los más espectaculares procesos de mejora de la renta provincial que anotan las estadísticas del último cuarto del siglo XX.
Sin embargo, asociada a esta rutilante recuperación, una cierta desmemoria nos hace perder el contacto con nuestro patrimonio colectivo, desde el natural al histórico, pasando por el territorial, e incurrimos en un ingenuo o prepotente adanismo que no reconoce en su pasado más que una secular historia de atraso y decadencia de la que, por fin, “gracias a nosotros mismos”, hemos conseguido escapar.
Esta percepción, que peca de simplismo y unilateralidad, se manifiesta en la mirada que actualmente proyectamos sobre el Puerto de Almería. Razón de ser de la ciudad hace ya más de un milenio, y espacio que define buena parte del frente litoral de la capital almeriense, el Puerto se ha convertido hoy en un gran desconocido. Hace un cuarto de siglo dejó de ser un espacio de sociabilidad ciudadana, ya que las condiciones de seguridad de las operaciones de carga y descarga de mercancías y pasajeros, obligaron al cierre y la delimitación del espacio portuario.
Además, como medio de transporte, ha ido resultando cada vez más marginal para los desplazamientos de los almerienses y para las principales producciones de la provincia. Las llamativas operaciones de estriba de los barriles de uva del barco durante la faena otoñal resultan un añejo recuerdo, rescatado en la reedición de postales modernistas de la “belle époque”, que contrasta con la moderna flota de camiones que permite llevar nuestras hortalizas hasta los mercados europeos.
Como escenario vital también ha ido desdibujándose: la celebración de la feria de Almería en las instalaciones portuarias resulta ya sólo un recuerdo para los/as autóctonos/as que peinamos o teñimos canas.
En su relación con la ciudad, el Puerto afronta ahora una nueva etapa que ha de ser, con la apertura de un nuevo diálogo, la que permita fórmulas de integración que ayuden a mejorar la fachada maritima de la capital, sin menoscabo de la competitividad y eficacia de unas instalaciones destinadas primordialmente al tráfico de mercancías y de personas.
Pero todavía hoy, de espaldas al Puerto, sentimos la tentación de sentirlo prescindible y, a veces, incluso, lo percibimos como un vecino molesto. Entre los creadores de opinión o en los foros que tratan de escudriñar nuestro futuro, las referencias al Puerto han sido más bien escasas y se presta atención, sobre todo, a la aportación que puede hacer a la revitalización del tejido urbano de la ciudad, antes que al servicio que como infraestructura de transporte pueda seguir prestando en el siglo XXI.
En este asunto también, como en el uso del transporte por ferrocarril, vamos a contrapelo y estamos corriendo el riesgo de dilapidar nuestra renta de localización mediterránea. Más del 90 por cien del comercio mundial se realiza por mar y las grandes transformaciones técnicas en los buques (la “contenerización”) han convertido al transporte marítimo en uno de los instrumentos más eficaces de la globalización económica.
No está el puerto almeriense en las grandes rutas logísticas oceánicas por donde, desde Asia hacia América y Europa, se ha articulado esta red de intercambios, pero frente al Norte de África y dentro del Mediterráneo Occidental, existen oportunidades de especialización y progreso.
Además, la política europea de transportes trata de impulsar nuevas modalidades de transporte intermodal en el que las denominadas autopistas del mar puedan permitir la conexión rápida entre puertos europeos (tráfico marítimo de corta distancia).
Este es el escenario en el que el Puerto de Almería puede y debe competir. El nuevo muelle de Poniente, la terminal de contenedores, son entre otros, instrumentos necesarios para integrarse en esas nuevas redes marítimas que pueden ayudar a descongestionar la carretera y a evitar la vulnerabilidad (recientemente constatada) de la dependencia de un único modo de transporte.
Es previsible que la evolución de los mercados y de la regulación del transporte ayuden a recuperar la antigua vocación exportadora de productos agrícolas del puerto almeriense, pero mientras tanto algunas carencias resultan inadmisibles. A unos centenares de metros de la estación de ferrocarril, el Puerto carece de conexión ferroviaria. En estas condiciones compite con los del resto del litoral mediterráneo con una mano atada.