El público, en la mayoría de los casos, en la corriente mercantil dominante, se mueve por hipnotismo publicitario, sin ningún sentido crítico, no quiere una literatura para pensar sino para evadirse.
En el otro lado, se encuentra el lector, que reconstruye el libro en su interior y lo hace suyo. El libro es un ser vivo que proyecta imágenes y establece un diálogo que alimenta la interpretación de la realidad. Entre ambas actitudes, hay un mundo de alternativas donde la literatura se mueve con intereses que varían por la ley del péndulo. Eso sí, no hay que renunciar a escribir. Hay que seguir escribiendo continuamente, dando salida al proceso imaginario de las palabras. El autor y el texto, los dos solos. Encerrados en su mundo. El encuentro con el lector es otra historia.
Hay historias que surgen para dejar escapar las inquietudes y las visiones personales del autor. El escritor establece sugerencias, sin principio ni fin, son textos abiertos, espacios irreales de una ficción que contempla la realidad con sentido crítico. Y eso lo construye con personajes, a veces anónimos, sin nombre. Es la esencia de la palabra. El Yo del autor, otro personaje que se impone sobre el escritor. Como una sombra intuida.
Hay una literatura que emerge desde la palabra y su esencia se encuentra en la poética de la realidad y en el enigma de las ideas. Al final permanece el misterio que conduce a los personajes formales. Vivos. Irreales. Refugiados en la imaginación del autor, quien a su vez no puede escapar de ellos. Al principio son personajes sin nombre, pero con identidad. Después recuperan su realidad con un nombre que los identifica ante las apariencias. Ante esa imposición queda la rebeldía y el tránsito, en busca de la verdad literaria. Siempre, desde la duda.