La muerte de un niño siempre es una tragedia sin sentido. En cualquier circunstancia, es totalmente injusto: en una guerra, accidente de tráfico, enfermedad, terremoto…, o ahogado en una playa, como ocurrió el sábado 31 de julio en San Miguel de Cabo de Gata. Las muertes de niños son injustas e incomprensibles. Y apuntan a la sociedad de los adultos con acusaciones directas.
La muerte de un niño de 3 años en la playa de San Miguel de Cabo de Gata fue noticia este verano. Uno más de las decenas de ahogamientos que ha habido en el país y que han pasado a formar parte de las estadísticas. El caso del niño ahogado en la playa del Cabo, frente al paseo marítimo, fue un momento trágico y sus circunstancias todavía constituyen un gran interrogante. El niño se ahogó en la orilla, seguramente sobre las ocho de la tarde, en una playa llena de gente, tanto en la arena como en el agua. Y nadie vio nada. Fue un joven montado en una piragua quien descubrió al niño ahogado en el fondo y sacó el cuerpo. Durante hora y media, la playa se paralizó, mientras que los sanitarios y una médico que pasaba el día en la playa intentaron hacer todo lo posible para recuperarlo. Centenares de personas permanecían en el paseo marítimo a la espera de un desenlace, que todo el mundo deseaba esperanzador. El grito de dolor de los padres, desgarrador, cuando la tragedia se consumó, sobrecogió a todos los presentes. Y todavía hoy día es difícil olvidarlo.
El interrogante de esta muerte sin sentido permanece todavía, meses después. ¿Cómo es posible que nadie viera al niño meterse en el agua y que se ahogaba en la misma orilla? Un niño no se ahoga a cincuenta metros de la playa, mientras nada. Un niño de tres años se ahoga en la misma orilla, junto a otras personas que también se bañan. Y nadie vio nada. Es el interrogante que permanece un día y otro cuando recuerdo esta muerte.
Esa misma noche, hubo en el paseo marítimo una cena benéfica para recaudar fondos contra el cáncer. Algunas personas comentaron que se tenía que haber suspendido, pero no fue así, la buena causa quizá lo justificaba. Lo que ya no fue tan normal, es que la cena terminara con la actuación de un cómico que suscitó las risas de los presentes, tanto de los que asistieron a la cena como los que se acercaron por curiosidad a la hora de los chistes. Y aunque durante los días siguientes no faltaron comentarios sobre la tragedia, la resignación siempre termina por imponerse, “son cosas que ocurren”. La vida sigue, muy a nuestro pesar. Y nuevas tragedias toman el relevo.
Tenía razón Saramago, desde su sentir humanista y literario. Hemos construido un mundo de ciegos. Y ya solo nos queda desnudarnos de los sentimientos que nos queden, para convertirnos en lo que ya casi somos: perfectos autómatas.