Es significativo que la luz impuesta por Manuel Falces se sitúe entre un blanco y negro, imbuido por una atmósfera de misterio, concepto que en realidad está presente en todas sus fotografías, y un color que se impone contra el brillo, desde el concepto de la sobriedad, con las luces que caminan hacia el anochecer como elemento de transfiguración de cada imagen. Y con esta propuesta de imágenes, qué mejor sentido poético en la contemplación del paisaje que la poética mística de Valente. Se explica así la sintonía entre la memoria poética y la luz fotográfica, entre los dos viajeros.
Los textos de Valente recogen parte del ‘Manifiesto de la Isleta del Moro’ que promovió el poeta en defensa del Parque Natural en 1988: “… Fragmento o supervivencia -gravemente asediada- de cuanto en la costa mediterránea española ha sido ya irremediablemente destruido. Todavía encontramos en esta tierra un espacio real donde la naturaleza parece reconocerse a sí misma y donde el hombre puede, a su vez, reconocerse en ella. Reserva inapreciable de belleza, paraje que invita a la quietud del ánimo, a la contemplación o el despacioso movimiento sumergido en el que toda creación tiene su origen…” No es casual que la primera imagen sea la de un camino de tierra, aparentemente a ninguna parte, en un color apagado, hacia la penumbra. Apertura de imágenes que intuyen el misterio. El elemento de exaltación, sobre el encuentro con el blanco y negro, está en el cielo, en las nubes fundamentalmente. Ahí destaca Falces la puesta en escena, desde unos encuadres que resaltan elementos de la naturaleza acosados por el viento y la aridez. Son supervivientes en los que es fácil destacar su espíritu de resistencia. Nos son grandes árboles o palmeras. Son figuras disminuidas, pero que se imponen en un paisaje, hoy desaparecido. Son fotografías hoy día imposibles porque esos árboles, vivos en la luz, ya no existen.
Valente cita sus historias de la verdad del paisaje con gentes del lugar y aporta su poética a las imágenes de Falces: “No sabríamos decir cuánto debemos ya a esta luz, que puede ser alta y terrible como un dios o declinar como animal de fuego hacia el crepúsculo…”. Falces ha huido de las imágenes oficiales del Cabo, ha escapado del esplendor del tumulto de los parajes emblemáticos. Ha desechado la aristocracia del Parque para el interior y reivindica lo marginal. Como una revelación de lo desconocido, de lo que permanece oculto. Sobriedad sobre todo, es la seña de iniciación por los caminos de tierra. Campos de amapolas fugaces. Serenidad en la apariencia solitaria del momento en las salinas. La erosión ha construido formas de un paisaje eterno, que agoniza y que pervive en el silencio. Cielos con nubes desconocidas. Atardeceres en lugares diferentes y distantes. El Mónsul emerge en solitario. Lejano. Geometría del arco iris. Curva sobre la línea recta. Escribe Valente: “Tenía el mar fragmentos, láminas de noche”.
Falces encuentra también el mar, en viejas barcas abandonadas, que ya han desaparecido. Invita al encuentro con una arquitectura abandonada, residual, en vías de extinción, en un paisaje rural silenciado. Y a nadie parece importarle. En general, Falces encuentra un paisaje sin figuras humanas, sólo en contadas ocasiones. Las piedras aparecen moldeadas, procedentes de un recuerdo arquitectónico de antaño, megalítico, de habitantes anónimos. Impone una luz de fuego. Valente recurre a ‘No amanece el cantor’: “Imágenes de imágenes de imágenes, textos borrados, reescritos, rotos” (1992).
En la última imagen comparece el viajero, sin rostro, con el gesto de un brazo extendido. Puede ser una despedida o un último intento de Valente de permanecer, contempla el horizonte en una agonía que evoluciona sin ninguna prisa. Y detrás, Manuel Falces, fotógrafo, proyecta junto al poeta su presencia oculta en el paisaje del Cabo.
Publicado en novapolis.es a principios de octubre y recuperado con motivo del fallecimiento de Manuel Falces.