Los refugios de la Guerra Civil, las canteras califales, la cueva de la Campsa, los aljibes árabes… existe toda una ciudad subterránea en Almería que poco a poco la ciudadanía va conociendo. A estos espacios históricos se han sumado ahora, temporalmente, los Depósitos de Santa Isabel.
Es una mañana cualquiera, un jueves soleado típicamente almeriense, en el que decidimos acudir puntuales a una visita organizada por el Ayuntamiento de Almería y Aqualia. Llegamos al punto de encuentro, una tapia blanca que pasa desapercibida a diario, un espacio completamente desconocido para la mayor parte de los almerienses. Quizás nadie se haya preguntado que hay más allá de esos muros.
Atravesamos el único elemento que rompe esa monotonía, una puerta azul de chapa y empezamos a vislumbrar la realidad de aquel lugar. Un casetón cilíndrico y un extenso campo de montículos igualmente blanquecinos vislumbran lo que se esconde bajo aquel suelo encalado, que refleja como ninguno la luz.
Descendemos por una escaleras estrechísimas y lo escondido se abre nuestros ojos. Son unos depósitos de agua, unos simples depósitos, pero con una belleza extraordinaria basada en la regularidad de sus pilares y bóvedas, con un contraste continuo de colores, luces y sombras. Unos pequeños focos son la única iluminación de aquel lugar.
Comienza a hablar nuestro guía, Antonio Jesús Sánchez Zapata, con dilatada experiencia en el Museo de Doña Pakyta y en los Refugios de la Guerra Civil. Estos depósitos se construyeron en 1888, siendo alcalde Juan Lirola, bajo cuyo mandato la ciudad sufrió importantes transformaciones. Con unas murallas derribadas décadas antes, Almería se expandía hacia el oeste y el agua potable era fundamental para ello.
No por antiguos han dejado de ser funcionales. Su capacidad para 3 millones de litros, que debemos duplicar al existir otro depósito de igual tamaño al lado, le permite seguir suministrando agua a la zona de Oliveros, el centro y parte de la Rambla. Eso sí, cada 5 años son vaciados y limpiados siguiendo la legislación sanitaria vigente.
Comenzamos a fijarnos en los detalles. El suelo se caracteriza por un tono rojizo, debido a la deposición año tras año de partículas de hierro, nos cuenta Sánchez Zapata. Los austeros pilares, de prácticamente de color negro a causa de los minerales del agua, presentan como único ornamento unas pequeñas formaciones irregulares de cal que parecen burlarse de la sobriedad del conjunto hidráulico.
Y, sobre estas columnas, arcos y bóvedas, a imitación de unos aljibes árabes. No se trata de una casualidad que no se eligiese un techo plano: con estos pequeños techos curvos se evita la condensación en los techos, con las indeseables humedades. A la vez, se facilita la ventilación, puesto que el centro de cada bóveda es coronado por un conducto que conecta con el exterior, con aquellos pequeños montículos blancos que vimos antes de entrar. Siempre protegidos por una mosquitera para evitar la entrada de insectos, puntualiza Sánchez Zapata.
Aquellos que se preguntan de dónde viene el agua que bebemos, tiene aquí una respuesta. Para seguir profundizando, a su vez el agua procede de otros depósitos: el de San Cristóbal, próximo al puerto de la ciudad, y el de la Pipa Alta, cerca de Torrecárdenas. Rizando el rizo, el agua que alimenta estos depósitos procede de la Rambla Bernal, en El Ejido, y de la desaladora de Almería.
Damos la espalda los depósitos volviendo a subir sus escaleras. La tenue luz del subsuelo es sustituida por el sol del mediodía. Esperando volver a visitarla de nuevo dentro de 5 años, nos despedimos de esta pequeña ciudad subterránea oculta bajo nuestros pies.