A lo mejor muchos no lo recuerdan y otros seguramente lo ignorarán, pero hace ya diez años que la iglesia de las Salinas de Cabo de Gata se vio sometida a un proceso de compra-venta y seis desde que cerró sus puertas por el supuesto peligro que suponía para las personas el mal estado del edificio. Y lo que ha ocurrido desde entonces se puede resumir con una palabra: nada.
Bueno, algo sí que ha pasado porque las gentes de Las Salinas, los salineros, hemos visto durante este tiempo como el templo abría sus puertas a los rodajes cinematográficos o publicitarios y a alguna que otra boda de postín al tiempo que a nosotros se nos prohibía el paso. Ya saben ustedes el dicho: ‘Poderoso caballero Don Dinero’. Pero, aparte de eso, nada.
Así que, de este modo, no me extraña que iglesia de Las Salinas haya perdido la fe. La fe en una clase política y en unas instituciones que no dudan en usar este icono de la provincia como imagen para ferias, carteles y catálogos pero que llevan una década ignorándola y contribuyendo a su abandono. Les aseguro que es un orgullo ver a nuestra iglesia como emblema de la provincia pero yo me pregunto, ¿no se le cae a nadie la cara de vergüenza de presumir de un edificio al que están dejando morir lentamente?
Y tampoco me extraña que haya perdido la fe en unos propietarios que han invertido más en pleitos, dimes y diretes que en tratar de evitar un deterioro que puede convertirse en irreversible si no se toman medidas de forma urgente. Y cuando digo urgente, quiero decir urgente. Y hago hincapié en este tema porque la gente de Las Salinas hemos tenido que sufrir durante dos largos años la visión de un humillante cartel en el que se anunciaba la ‘próxima rehabilitación del templo’. Un cartel que, descolorido de ponientes, salitre y solaneros, por fin alguien retiró hace un par de semanas.
Yo he visto con mis propios ojos como los trabajadores se encargaban de reforzar los muros del templo y como encalaban todo el edificio para que luciera igual de brillante que las garberas de sal. También he visto como los vecinos aportamos todo lo que pudimos para arreglar las goteras del inmueble y he vivido bautizos, comuniones, bodas y funerales de familiares y amigos en una iglesia que tres generaciones de salineros hemos mantenido en pie. Sin embargo, ahora la legislación nos castiga a mantenernos ajenos a ella mientras contemplamos como se desmorona piedra a piedra algo que con tanto mimo y esfuerzo levantaron y cuidaron nuestros ancestros.
Por todo ello, sólo me queda la voz y la palabra para gritar desesperadamente que la iglesia necesita una intervención urgente por parte de quién sea. Y la necesita ya. Y lo gritaré y lo escribiré todas las veces que sea necesario y ante quien sea. Tantas veces como hice sonar una campana que ya solo rechina en mis sueños, pero que sueño con volver a escuchar.
Y lo haré porque se lo debo a mis vecinos de Las Salinas: a Marita, a Rafael, a Josefa Ropero, a ‘Manolín’, a la prima Ángeles, al ‘Mota’, a Juan el de Pedro, a su hermana Carmela, a Loli, a Susana, a Moisés, a Carmela la de Cándida, a mi tía Ángeles, a mis hermanas, a mi madre y a todos aquellos salineros del Cabo de Gata de los que esta provincia parece haberse olvidado al tenernos condenados a la inexistencia y al consiguiente abandono.
Y también se lo debo a mi padre, que ha sido el último de los nuestros que se ha marchado de este mundo con la tristeza de ver como simplemente por un incomprensible abandono se va desmoronando sin remedio todo aquello por lo que lucharon.